Tres mujeres indígenas bolivianas subieron al ring, mostraron sus aptitudes y alcanzaron fama y dinero; pero alguien más ganaba mientras ellas sudaban. Desde La Paz enfrentan hoy una batalla contra el negocio de la lucha comercial.
Carmen Rosa deseaba que su madre fuera luchadora del ring. Deseaba, en realidad, que pudiera defenderse de los golpes que le llovían cada vez que su padre llegaba borracho a su casa. Deseaba también que él ya no tomara alcohol y que sus hermanos se la llevaran a vivir con ellos. Carmen Rosa entonces tenía menos de 12 años y se llamaba Polonia Ana Choque Silvestre.
Son las tres de la tarde y el sol invernal en La Paz brilla pero no calienta. En las empinadas y angostas calles del centro, hombres y mujeres zarandean las caderas en medio de vehículos para no ser atropellados. Vendedoras regordetas, abrigadas de pies a cabeza, están apoltronadas en el suelo con las piernas metidas entre las polleras. Las empinadas calles Sagárnaga, Tarija y Santa Cruz albergan hostales, restaurantes italianos, bares ocultos, comida árabe, tacos, comida chatarra, comida boliviana, negocios de artesanías y agencias de viaje, muchas agencias de viaje.
Casi todas ofrecen turismo extremo. Excursiones por caminos de herradura que recorrieron los incas y descensos en bicicleta desde las cumbres nevadas hasta la zona tropical de La Paz. Otras organizan ascensos de más de seis mil metros de altura, o un safari por las selvas amazónicas. Están aquellas que tienen tours por la ciudad y las que encontraron desde hace algunos años un entretenimiento que impresiona a extranjeros y divierte a nacionales: la lucha libre de cholitas. “¿Qué es una chola?”, pregunta el periodista inglés Toby Muse, alto y de ojos claros, a Carmen Rosa, pequeña, gruesa y tez cobriza. “Es una descendiente indígena, que siempre ha sido discriminada y que ahora sabe hacerse respetar”, responde ella, orgullosa.
Vestida con pollera ancha de satín, zapatos planos como de bailarina de ballet, una manta bordada y un sombrero bombín coquetamente ladeado, la chola es patrimonio de la cultura boliviana. Por las calles de La Paz camina moviendo las polleras al ritmo de sus pasos. Se dice de ella que heredó la vestimenta de la mujer española, de faldones anchos con volados encima de los cancanes, mantilla de colores y adornos vistosos. “Pero todo esto es típico”, asegura Calixta Choque, mostrando su atuendo cotidiano: pollera delgada y una chaqueta de lana (chompa) sobre la que caen un par de trenzas largas y muy negras.
Desde siempre lucir la indumentaria de la chola ha sido símbolo de estatus. La indumentaria suma los topos (broches para cerrar la manta), pesados aretes, anillos y adornos en el sombrero, muchas veces de oro, de plata bañada en oro o de simple fantasía. Ello sin contar las aplicaciones en los dientes —también de oro— que casi todas exhiben cuando sonríen. “No cualquiera puede ser chola, porque no cualquiera puede pagarse una parada”, insiste Calixta. La parada es el conjunto de pollera y manta que cuesta mil 500 bolivianos (más de 200 dólares). Hay sombreros bombín, como el Borsalino italiano, que puede llegar a costar 500 bolivianos (unos 80 dólares) y las joyas sumarían más de mil dólares. Se dice que una chola de verdad puede llevar encima 10 mil dólares, como cuando cambia la manta de colores por una de vicuña original. Pero en Bolivia ser chola no siempre es motivo de orgullo, porque el denominativo suele usarse de manera despectiva, como un insulto.
Polonia se volvió tímida. De golpeador, su padre pasó a ser cristiano evangélico y toda la familia decidió seguir los designios de Dios. Ella se fue a vivir con sus hermanos mayores en la popular zona de Achachicala. Se hizo artesana, hacía pulseras y collares para que los lucieran las señoritas, como les dice ella a las chicas de pantalones de mezclilla apretados y blusas escotadas. No terminó el colegio porque le tocó trabajar y puso un puesto de venta de sus creaciones, en el mismo centro paceño, donde ahora vive. El negocio creció y compró otro espacio, esta vez para vender enchufes y cables.
Pero un buen día se aburrió, y se convirtió en Juana La India y luego en Carmen Rosa. “Yo la conocí siempre así. Le gustaba la lucha libre y me llevaba a mí a mirar, cuando enamorábamos. Yo me sentaba, aburrido, para darle gusto, para que no renegara”, recuerda su pareja, Óscar Cahuasa, pequeño y bonachón, de rostro moreno.
Los domingos son los días del pueblo en La Paz. Las cholitas salen con sus mejores galas a pasear con los enamorados. Algunas prefieren bailar en discotecas modernas, a ritmos de cumbia mezclados con música andina. Otras se sientan en las plazas a comer frutas y maníes (cacahuates), recorren las ferias o van a fiestas populares. Y están las que acuden a espectáculos de lucha libre, instalados en barrios alejados del centro o en la vecina ciudad de El Alto. Allí fue que en 2004 Polonia leyó un día que el gimnasio de luchadores abriría sus puertas “a la gente común” e invitaba a entrenarse. “Yo fui sin dudar”, dice ahora, en el negocio que puso luego de dejar los puestos de artesanías y enchufes, para instalar un quiosco en el que vende comida; en la calle Murillo 826, entre Santa Cruz y Sagárnaga.
A nadie le llamó la atención que cholitas asistieran, ni imaginaron el morbo que despertaría en el público ver volar polleras y enaguas. Comenzaron los entrenamientos, las caídas, los golpes, las llaves. No todas aguantaron, y algunas desistieron por exigencia de sus esposos. “Un día hicimos un show para la prensa, gratis. Vinieron de la tele, de los periódicos, de las radios. Al día siguiente salimos en el diario La Razón”, recuerda Carmen Rosa, que en ese momento se llamaba Juana La India, “orgullo de su raza”, detrás del mostrador de un bar que atiende a mediodía. Rosa La Furiosa, María La Cachuk’ara, Petronila y Juana La India fueron las primeras en salir al ring. Julia La Paceña y Yolanda La Amorosa, ante el retiro de tres de las cuatro originales, entraron a las tablas; todas con hijos, con cuerpos poco atléticos y más de 30 años. Juan Mamani, El Gitano en las luchas, se atribuye el “descubrimiento”. Él fue quien abrió el gimnasio y lanzó la convocatoria, y él era quien pactaba las peleas de las nuevas estrellas. Las cholitas llegaron a Argentina, visitaron varias regiones de Perú e incluso una de ellas —Julia La Paceña— estuvo con Cristina Saralegui en el famoso show de la rubia. Filmaron dos películas con sus historias (Mamachas del ring y Cholita libre) y el vídeo pirata de sus luchas internacionales se vendió como pan caliente.
Domingo. La Ceja de El Alto es un hervidero de gente, la mayoría migrantes indígenas que llegan a la ciudad en busca de días mejores. Desde los cuatro mil metros de altura se ve La Paz, con casitas colgadas en los cerros y edificios gigantes en el centro. Al frente está el nevado Illimani, como pintado, esperando la foto. En las puertas del Multifuncional deportivo, la gente —especialmente niños— se agolpa esperando entrar para ver el espectáculo. Apenas son las dos de la tarde y vendedores de golosinas y cereales tostados dulces rondan como abejas a los futuros comensales. En unas horas más todos entrarán eufóricos a ganar un buen espacio. “Un día nos dimos cuenta que habíamos llegado a la fama porque nos llegaban más y más invitaciones para viajar con todo pagado”, recuerda Carmen Rosa. Y de la mano de ese éxito llegó el dinero. “Las primeras luchas nos pagaban 20 o 30 bolivianos (menos de cinco dólares), luego fue aumentando, pero nos enteramos que en un viaje a Perú le pagaron (al Gitano) mil 200 dólares y él apenas nos dio 200 para que nos repartiéramos entre cuatro. Después supimos que también cobraba por las entrevistas que nosotras dábamos. Yo empecé a descuidar a mi familia. A mi marido no le gustaba que yo luchara y a mis hijos tampoco, peor cuando viajaba. Muchas veces preferí la lucha antes que a ellos”, cuenta Carmen. Pero Óscar, su pareja, ahora es árbitro de las contiendas y lo presentan como Gato Montini. Con el tiempo aprendió que era mejor unirse que oponerse, y la rabia cedió cuando Polonia dejó de ser Juana La India para pasar a ser Carmen Rosa, en honor a su suegra, la madre de Óscar. Con ese nombre ganó el cinturón de campeona.
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Domingo cuatro de julio. En la zona Ocho de Diciembre de La Paz hay una casa multifamiliar en la intersección de las calles Jaimes Freyre y Rosendo Gutiérrez. Es grande, con un patio de cemento al centro y habitaciones alrededor. En la fachada de ladrillo que da a la calle un letrero amarillo de tela anuncia los nombres de luchadores. A la entrada, al lado de la puerta de latón, otro cartel muestra la foto de tres cholitas, “las originales”, anuncia. Hay festival, pero la hora de inicio depende de la cantidad de público que asista. Éste es el nuevo escenario de Carmen Rosa y su amiga Julia La Paceña, abierto a todo aquel que quiera pelear y que no tenga dónde hacerlo. Lo único que no está permitido —aseguran— es la traición. Óscar arma el ring los sábados en la tarde. El cuadrilátero lo compró junto a su pareja, cansado de tener que pagar los 150 bolivianos (poco más de 20 dólares) que le cobraban por el alquiler. “Nos costó como dos mil dólares”, asegura.
Antes de las tres de la tarde del domingo, llega Rebeca Condori junto a su hijo Fernando de siete años para arreglar algunos detalles. Afanada, amarra duros almohadones en las esquinas para amortiguar las caídas de los pesados cuerpos. Luego extiende unas gastadas lonas con el logo de una telefónica en el piso; regalo de aquellos días de éxito cuando filmaron spots publicitarios. Después acomodará unas largas bancas de madera y muchas sillas de fierro para ponerlas alrededor. Más tarde, como Julia La Paceña, le romperá la cabeza a Carmen Rosa con una caja de madera.
Rebeca viene de una estirpe de luchadores. Delgada, de rostro largo y algunas líneas en el rostro, está a punto de cumplir 35 años. Su padre fue luchador y su hermano es luchador. Ella aprendió de ambos hace 12 años, “pero antes no dejaban luchar a las cholitas”. Cuando vio la convocatoria en El Alto fue como si le abrieran las puertas. Desde entonces es La Julia. Contrariamente a la vida de Carmen Rosa, a ella la apoyaron desde el principio sus hijos y hasta su esposo, que trabaja arreglando partes de vehículos. Un día se lastimó la clavícula y el hombre tímido detrás de la famosa le dijo que no luchara más, que no valía la pena, que ellos no tenían seguro de salud. “Pero yo no pude. Cuando miraba luchar a otros, quería meterme y aunque no lo hago por plata, también me gusta ayudar a mi marido”.
Julia fue la que se animó a alquilar el patio de esta casa a su tío, a mediados de este año, cuando ella y Carmen Rosa decidieron ser independientes. Paga por el uso de las sillas y de lunes a viernes alterna sus labores en la casa con la promoción de los festivales dominicales, para que la gente conozca el nuevo lugar de las cholitas luchadoras. Junto a Carmen Rosa manda a imprimir volantes, sale en un auto por los barrios populares a anunciar sus peleas y va a los medios de comunicación mostrando parte del show. La idea es —dice— recuperar al público que las conoció y que ahora piensa que ellas continúan en El Alto, porque les pusieron sus nombres a otras mujeres más jóvenes “que sólo se convierten en cholas los fines de semana”.
Como a las cinco abren la puerta y niños agarrados de papas fritas y golosinas entran desaforados con sus padres. Después de varios minutos, unas 50 personas empiezan a gritar “¡hora!” para que empiece el espectáculo. El Payaso Coco Loco y Salvaje son los primeros en pisar la lona. Alí Farak, el árbitro pequeño y delgado que se parcializa con los rudos, recibe silbidos y le lanzan basuras desde las bancas. Adentro, en los camarines, se vive otra fiesta. Cada luchador se prepara a su modo antes de entrar al cuadrilátero. Algunos, fieles a sus costumbres aymaras, ch’allan (agradecen) a la diosa Pachamama o madre tierra con un poco de cerveza, otros simplemente se concentran. En la segunda pelea aparece Barba Negra. Macizo, de traje rojo, inicia su show insultando al contrincante, un torero panzón de corbata corta, pero el momento cúspide será la tercera pelea.
Carmen Rosa es ruda. Enfundada en una manta guinda y una pollera del mismo color entra agarrando una bandera boliviana, como lo hizo la primera vez que se mostró en Argentina. Sus manos adornadas en oro se agarran de las cuerdas y pese a esos kilos de más, sube con la facilidad de una atleta. Insulta. Grita. Despotrica. “Ellos no son nada”, aúlla en el micrófono, refiriéndose a los hombres. Su contrincante, La Julia, también entra gallarda, aunque no con tanta fuerza como la campeona. Ella es técnica y, esta vez, ganará la partida.
La lucha dura 20 minutos. Puñetazos, saltos, caídas. Un hombre gordo de bigote grueso insulta al fotógrafo que no le deja ver la lucha. Una mujer agarra al árbitro y lo golpea. Sale otro luchador y ayuda a Carmen Rosa. La sangre corre. Gato Montini, el árbitro que entró en lugar de Alí Farak, termina con la camisa destrozada. Cae desde el ring y otro rudo lo mete al camerino a empellones. En el afán, le golpean la cabeza. “Ha sido un buen show”, dirá después, cuando todos celebran el cumpleaños de Farak con un pedazo de pan guardado.
Como a las siete de la noche todo ha terminado. Los luchadores se quitan las máscaras, envuelven los trajes; Benita se saca las polleras y se pone los pantalones de mezclilla. Tiene 29 años y estudia enfermería. “Mi madre es de pollera, pero yo no puedo ir así a la universidad, porque todavía hay discriminación”, reclama. Dice Carmen Rosa que de las casi 20 cholitas que se dedican a este deporte —la mayoría en El Alto, con El Gitano— sólo tres son “originales”. El resto son “señoritas que se disfrazan. Hay tan pocas que incluso hay una que entra con una máscara, pero en realidad es un hombre con el pelo largo”.
El quiosco donde Polonia prepara su comida es pequeño. Está dentro de una casa antigua, de dos patios, donde vive con su esposo y sus hijos, Lucía Corina (23) y Bismarck (17), también luchador. La mujer gallarda y elegante ha quedado oculta detrás de un delantal y un gorro blanco que esconde esporádicas canas. Los lunares que ayer lucían coquetos al lado de sus ojos ahora están detrás de un par de gafas. Entre ollas, platos y fuentes de plástico, la mujer empieza su jornada a las seis de la mañana. De lunes a viernes prepara comida para 70 comensales y al nacer la tarde se encarga de recoger todo, cobrar y asear el lugar. Los sábados después del mediodía se va a los entrenamientos, casi siempre con ropa vistosa, porque los periodistas continúan llamándole.
Rebeca también deja los golpes para los fines de semana. Los demás días es la mamá de dos chicos, a los que les gusta verla pelear. Le encanta bailar morenada, el ritmo folklórico donde nuevamente la chola luce sus mejores galas y se mueve como arrastrando los pies al ritmo de una banda. Quizá este placer sea el único que puede compararse al que siente cuando sube al cuadrilátero. A este dúo hasta ahora inseparable se supone que debería sumarse Yolanda La Amorosa. Alta, de manos largas y rostro agraciado, ella ha preferido continuar sus luchas en El Alto. La conocí un sábado que llegó a entrenar junto con sus amigas en la casona del barrio Ocho de Diciembre; es la más animada y la más bromista de las tres. Cuando se juntan, el típico grito paceño de “¡yaaaa!” se oye cada vez que termina una frase. Tanto Carmen Rosa como Julia esperan que en algún momento ella vuelva para formar un trío imbatible, pero entre broma y broma La Amorosa dice que por el momento gana más junto al Gitano.
Polonia tiene ya 40 años y piensa en el retiro. En abril fue candidata a cuarta concejal por su ciudad, invitada por Lino Villca, un ex aliado de Evo Morales. No obtuvo muchos votos, pero pretende seguir en la carrera política. Quiere terminar el colegio para dejar de engrosar las odiosas estadísticas que dicen que la mayoría de las mujeres indígenas no logra terminar el colegio ni una carrera por falta de oportunidades. Pero también quiere formar a nuevas luchadoras, cholitas jóvenes que ocupen su lugar cuando se vaya. Julia en cambio piensa seguir luchando hasta que el cuerpo se lo permita. “La Carmen ya tiene 40 y está muy bien”, sonríe. Para ella el sueño es seguir viajando, consolidar esta pequeña empresa y hacer una asociación de luchadores justa, que tengan seguro de salud y donde sean tratados como se merecen.
Ninguna de ellas vive estrictamente de la lucha libre. Saben que sería imposible. Un luchador famoso cobra 300 bolivianos (más de 40 dólares) por asistir a un festival y los más jóvenes todavía deben trabajar duro para aprender a dar el espectáculo que el público exige. Mientras tanto, Carmen Rosa está dispuesta a dar pelea, y Polonia a ayudarla.
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Carmen Rosa deseaba que su madre fuera luchadora del ring. Deseaba, en realidad, que pudiera defenderse de los golpes que le llovían cada vez que su padre llegaba borracho a su casa. Deseaba también que él ya no tomara alcohol y que sus hermanos se la llevaran a vivir con ellos. Carmen Rosa entonces tenía menos de 12 años y se llamaba Polonia Ana Choque Silvestre.
Son las tres de la tarde y el sol invernal en La Paz brilla pero no calienta. En las empinadas y angostas calles del centro, hombres y mujeres zarandean las caderas en medio de vehículos para no ser atropellados. Vendedoras regordetas, abrigadas de pies a cabeza, están apoltronadas en el suelo con las piernas metidas entre las polleras. Las empinadas calles Sagárnaga, Tarija y Santa Cruz albergan hostales, restaurantes italianos, bares ocultos, comida árabe, tacos, comida chatarra, comida boliviana, negocios de artesanías y agencias de viaje, muchas agencias de viaje.
Casi todas ofrecen turismo extremo. Excursiones por caminos de herradura que recorrieron los incas y descensos en bicicleta desde las cumbres nevadas hasta la zona tropical de La Paz. Otras organizan ascensos de más de seis mil metros de altura, o un safari por las selvas amazónicas. Están aquellas que tienen tours por la ciudad y las que encontraron desde hace algunos años un entretenimiento que impresiona a extranjeros y divierte a nacionales: la lucha libre de cholitas. “¿Qué es una chola?”, pregunta el periodista inglés Toby Muse, alto y de ojos claros, a Carmen Rosa, pequeña, gruesa y tez cobriza. “Es una descendiente indígena, que siempre ha sido discriminada y que ahora sabe hacerse respetar”, responde ella, orgullosa.
Vestida con pollera ancha de satín, zapatos planos como de bailarina de ballet, una manta bordada y un sombrero bombín coquetamente ladeado, la chola es patrimonio de la cultura boliviana. Por las calles de La Paz camina moviendo las polleras al ritmo de sus pasos. Se dice de ella que heredó la vestimenta de la mujer española, de faldones anchos con volados encima de los cancanes, mantilla de colores y adornos vistosos. “Pero todo esto es típico”, asegura Calixta Choque, mostrando su atuendo cotidiano: pollera delgada y una chaqueta de lana (chompa) sobre la que caen un par de trenzas largas y muy negras.
Desde siempre lucir la indumentaria de la chola ha sido símbolo de estatus. La indumentaria suma los topos (broches para cerrar la manta), pesados aretes, anillos y adornos en el sombrero, muchas veces de oro, de plata bañada en oro o de simple fantasía. Ello sin contar las aplicaciones en los dientes —también de oro— que casi todas exhiben cuando sonríen. “No cualquiera puede ser chola, porque no cualquiera puede pagarse una parada”, insiste Calixta. La parada es el conjunto de pollera y manta que cuesta mil 500 bolivianos (más de 200 dólares). Hay sombreros bombín, como el Borsalino italiano, que puede llegar a costar 500 bolivianos (unos 80 dólares) y las joyas sumarían más de mil dólares. Se dice que una chola de verdad puede llevar encima 10 mil dólares, como cuando cambia la manta de colores por una de vicuña original. Pero en Bolivia ser chola no siempre es motivo de orgullo, porque el denominativo suele usarse de manera despectiva, como un insulto.
Polonia se volvió tímida. De golpeador, su padre pasó a ser cristiano evangélico y toda la familia decidió seguir los designios de Dios. Ella se fue a vivir con sus hermanos mayores en la popular zona de Achachicala. Se hizo artesana, hacía pulseras y collares para que los lucieran las señoritas, como les dice ella a las chicas de pantalones de mezclilla apretados y blusas escotadas. No terminó el colegio porque le tocó trabajar y puso un puesto de venta de sus creaciones, en el mismo centro paceño, donde ahora vive. El negocio creció y compró otro espacio, esta vez para vender enchufes y cables.
Pero un buen día se aburrió, y se convirtió en Juana La India y luego en Carmen Rosa. “Yo la conocí siempre así. Le gustaba la lucha libre y me llevaba a mí a mirar, cuando enamorábamos. Yo me sentaba, aburrido, para darle gusto, para que no renegara”, recuerda su pareja, Óscar Cahuasa, pequeño y bonachón, de rostro moreno.
Los domingos son los días del pueblo en La Paz. Las cholitas salen con sus mejores galas a pasear con los enamorados. Algunas prefieren bailar en discotecas modernas, a ritmos de cumbia mezclados con música andina. Otras se sientan en las plazas a comer frutas y maníes (cacahuates), recorren las ferias o van a fiestas populares. Y están las que acuden a espectáculos de lucha libre, instalados en barrios alejados del centro o en la vecina ciudad de El Alto. Allí fue que en 2004 Polonia leyó un día que el gimnasio de luchadores abriría sus puertas “a la gente común” e invitaba a entrenarse. “Yo fui sin dudar”, dice ahora, en el negocio que puso luego de dejar los puestos de artesanías y enchufes, para instalar un quiosco en el que vende comida; en la calle Murillo 826, entre Santa Cruz y Sagárnaga.
A nadie le llamó la atención que cholitas asistieran, ni imaginaron el morbo que despertaría en el público ver volar polleras y enaguas. Comenzaron los entrenamientos, las caídas, los golpes, las llaves. No todas aguantaron, y algunas desistieron por exigencia de sus esposos. “Un día hicimos un show para la prensa, gratis. Vinieron de la tele, de los periódicos, de las radios. Al día siguiente salimos en el diario La Razón”, recuerda Carmen Rosa, que en ese momento se llamaba Juana La India, “orgullo de su raza”, detrás del mostrador de un bar que atiende a mediodía. Rosa La Furiosa, María La Cachuk’ara, Petronila y Juana La India fueron las primeras en salir al ring. Julia La Paceña y Yolanda La Amorosa, ante el retiro de tres de las cuatro originales, entraron a las tablas; todas con hijos, con cuerpos poco atléticos y más de 30 años. Juan Mamani, El Gitano en las luchas, se atribuye el “descubrimiento”. Él fue quien abrió el gimnasio y lanzó la convocatoria, y él era quien pactaba las peleas de las nuevas estrellas. Las cholitas llegaron a Argentina, visitaron varias regiones de Perú e incluso una de ellas —Julia La Paceña— estuvo con Cristina Saralegui en el famoso show de la rubia. Filmaron dos películas con sus historias (Mamachas del ring y Cholita libre) y el vídeo pirata de sus luchas internacionales se vendió como pan caliente.
Domingo. La Ceja de El Alto es un hervidero de gente, la mayoría migrantes indígenas que llegan a la ciudad en busca de días mejores. Desde los cuatro mil metros de altura se ve La Paz, con casitas colgadas en los cerros y edificios gigantes en el centro. Al frente está el nevado Illimani, como pintado, esperando la foto. En las puertas del Multifuncional deportivo, la gente —especialmente niños— se agolpa esperando entrar para ver el espectáculo. Apenas son las dos de la tarde y vendedores de golosinas y cereales tostados dulces rondan como abejas a los futuros comensales. En unas horas más todos entrarán eufóricos a ganar un buen espacio. “Un día nos dimos cuenta que habíamos llegado a la fama porque nos llegaban más y más invitaciones para viajar con todo pagado”, recuerda Carmen Rosa. Y de la mano de ese éxito llegó el dinero. “Las primeras luchas nos pagaban 20 o 30 bolivianos (menos de cinco dólares), luego fue aumentando, pero nos enteramos que en un viaje a Perú le pagaron (al Gitano) mil 200 dólares y él apenas nos dio 200 para que nos repartiéramos entre cuatro. Después supimos que también cobraba por las entrevistas que nosotras dábamos. Yo empecé a descuidar a mi familia. A mi marido no le gustaba que yo luchara y a mis hijos tampoco, peor cuando viajaba. Muchas veces preferí la lucha antes que a ellos”, cuenta Carmen. Pero Óscar, su pareja, ahora es árbitro de las contiendas y lo presentan como Gato Montini. Con el tiempo aprendió que era mejor unirse que oponerse, y la rabia cedió cuando Polonia dejó de ser Juana La India para pasar a ser Carmen Rosa, en honor a su suegra, la madre de Óscar. Con ese nombre ganó el cinturón de campeona.
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Domingo cuatro de julio. En la zona Ocho de Diciembre de La Paz hay una casa multifamiliar en la intersección de las calles Jaimes Freyre y Rosendo Gutiérrez. Es grande, con un patio de cemento al centro y habitaciones alrededor. En la fachada de ladrillo que da a la calle un letrero amarillo de tela anuncia los nombres de luchadores. A la entrada, al lado de la puerta de latón, otro cartel muestra la foto de tres cholitas, “las originales”, anuncia. Hay festival, pero la hora de inicio depende de la cantidad de público que asista. Éste es el nuevo escenario de Carmen Rosa y su amiga Julia La Paceña, abierto a todo aquel que quiera pelear y que no tenga dónde hacerlo. Lo único que no está permitido —aseguran— es la traición. Óscar arma el ring los sábados en la tarde. El cuadrilátero lo compró junto a su pareja, cansado de tener que pagar los 150 bolivianos (poco más de 20 dólares) que le cobraban por el alquiler. “Nos costó como dos mil dólares”, asegura.
Antes de las tres de la tarde del domingo, llega Rebeca Condori junto a su hijo Fernando de siete años para arreglar algunos detalles. Afanada, amarra duros almohadones en las esquinas para amortiguar las caídas de los pesados cuerpos. Luego extiende unas gastadas lonas con el logo de una telefónica en el piso; regalo de aquellos días de éxito cuando filmaron spots publicitarios. Después acomodará unas largas bancas de madera y muchas sillas de fierro para ponerlas alrededor. Más tarde, como Julia La Paceña, le romperá la cabeza a Carmen Rosa con una caja de madera.
Rebeca viene de una estirpe de luchadores. Delgada, de rostro largo y algunas líneas en el rostro, está a punto de cumplir 35 años. Su padre fue luchador y su hermano es luchador. Ella aprendió de ambos hace 12 años, “pero antes no dejaban luchar a las cholitas”. Cuando vio la convocatoria en El Alto fue como si le abrieran las puertas. Desde entonces es La Julia. Contrariamente a la vida de Carmen Rosa, a ella la apoyaron desde el principio sus hijos y hasta su esposo, que trabaja arreglando partes de vehículos. Un día se lastimó la clavícula y el hombre tímido detrás de la famosa le dijo que no luchara más, que no valía la pena, que ellos no tenían seguro de salud. “Pero yo no pude. Cuando miraba luchar a otros, quería meterme y aunque no lo hago por plata, también me gusta ayudar a mi marido”.
Julia fue la que se animó a alquilar el patio de esta casa a su tío, a mediados de este año, cuando ella y Carmen Rosa decidieron ser independientes. Paga por el uso de las sillas y de lunes a viernes alterna sus labores en la casa con la promoción de los festivales dominicales, para que la gente conozca el nuevo lugar de las cholitas luchadoras. Junto a Carmen Rosa manda a imprimir volantes, sale en un auto por los barrios populares a anunciar sus peleas y va a los medios de comunicación mostrando parte del show. La idea es —dice— recuperar al público que las conoció y que ahora piensa que ellas continúan en El Alto, porque les pusieron sus nombres a otras mujeres más jóvenes “que sólo se convierten en cholas los fines de semana”.
Como a las cinco abren la puerta y niños agarrados de papas fritas y golosinas entran desaforados con sus padres. Después de varios minutos, unas 50 personas empiezan a gritar “¡hora!” para que empiece el espectáculo. El Payaso Coco Loco y Salvaje son los primeros en pisar la lona. Alí Farak, el árbitro pequeño y delgado que se parcializa con los rudos, recibe silbidos y le lanzan basuras desde las bancas. Adentro, en los camarines, se vive otra fiesta. Cada luchador se prepara a su modo antes de entrar al cuadrilátero. Algunos, fieles a sus costumbres aymaras, ch’allan (agradecen) a la diosa Pachamama o madre tierra con un poco de cerveza, otros simplemente se concentran. En la segunda pelea aparece Barba Negra. Macizo, de traje rojo, inicia su show insultando al contrincante, un torero panzón de corbata corta, pero el momento cúspide será la tercera pelea.
Carmen Rosa es ruda. Enfundada en una manta guinda y una pollera del mismo color entra agarrando una bandera boliviana, como lo hizo la primera vez que se mostró en Argentina. Sus manos adornadas en oro se agarran de las cuerdas y pese a esos kilos de más, sube con la facilidad de una atleta. Insulta. Grita. Despotrica. “Ellos no son nada”, aúlla en el micrófono, refiriéndose a los hombres. Su contrincante, La Julia, también entra gallarda, aunque no con tanta fuerza como la campeona. Ella es técnica y, esta vez, ganará la partida.
La lucha dura 20 minutos. Puñetazos, saltos, caídas. Un hombre gordo de bigote grueso insulta al fotógrafo que no le deja ver la lucha. Una mujer agarra al árbitro y lo golpea. Sale otro luchador y ayuda a Carmen Rosa. La sangre corre. Gato Montini, el árbitro que entró en lugar de Alí Farak, termina con la camisa destrozada. Cae desde el ring y otro rudo lo mete al camerino a empellones. En el afán, le golpean la cabeza. “Ha sido un buen show”, dirá después, cuando todos celebran el cumpleaños de Farak con un pedazo de pan guardado.
Como a las siete de la noche todo ha terminado. Los luchadores se quitan las máscaras, envuelven los trajes; Benita se saca las polleras y se pone los pantalones de mezclilla. Tiene 29 años y estudia enfermería. “Mi madre es de pollera, pero yo no puedo ir así a la universidad, porque todavía hay discriminación”, reclama. Dice Carmen Rosa que de las casi 20 cholitas que se dedican a este deporte —la mayoría en El Alto, con El Gitano— sólo tres son “originales”. El resto son “señoritas que se disfrazan. Hay tan pocas que incluso hay una que entra con una máscara, pero en realidad es un hombre con el pelo largo”.
El quiosco donde Polonia prepara su comida es pequeño. Está dentro de una casa antigua, de dos patios, donde vive con su esposo y sus hijos, Lucía Corina (23) y Bismarck (17), también luchador. La mujer gallarda y elegante ha quedado oculta detrás de un delantal y un gorro blanco que esconde esporádicas canas. Los lunares que ayer lucían coquetos al lado de sus ojos ahora están detrás de un par de gafas. Entre ollas, platos y fuentes de plástico, la mujer empieza su jornada a las seis de la mañana. De lunes a viernes prepara comida para 70 comensales y al nacer la tarde se encarga de recoger todo, cobrar y asear el lugar. Los sábados después del mediodía se va a los entrenamientos, casi siempre con ropa vistosa, porque los periodistas continúan llamándole.
Rebeca también deja los golpes para los fines de semana. Los demás días es la mamá de dos chicos, a los que les gusta verla pelear. Le encanta bailar morenada, el ritmo folklórico donde nuevamente la chola luce sus mejores galas y se mueve como arrastrando los pies al ritmo de una banda. Quizá este placer sea el único que puede compararse al que siente cuando sube al cuadrilátero. A este dúo hasta ahora inseparable se supone que debería sumarse Yolanda La Amorosa. Alta, de manos largas y rostro agraciado, ella ha preferido continuar sus luchas en El Alto. La conocí un sábado que llegó a entrenar junto con sus amigas en la casona del barrio Ocho de Diciembre; es la más animada y la más bromista de las tres. Cuando se juntan, el típico grito paceño de “¡yaaaa!” se oye cada vez que termina una frase. Tanto Carmen Rosa como Julia esperan que en algún momento ella vuelva para formar un trío imbatible, pero entre broma y broma La Amorosa dice que por el momento gana más junto al Gitano.
Polonia tiene ya 40 años y piensa en el retiro. En abril fue candidata a cuarta concejal por su ciudad, invitada por Lino Villca, un ex aliado de Evo Morales. No obtuvo muchos votos, pero pretende seguir en la carrera política. Quiere terminar el colegio para dejar de engrosar las odiosas estadísticas que dicen que la mayoría de las mujeres indígenas no logra terminar el colegio ni una carrera por falta de oportunidades. Pero también quiere formar a nuevas luchadoras, cholitas jóvenes que ocupen su lugar cuando se vaya. Julia en cambio piensa seguir luchando hasta que el cuerpo se lo permita. “La Carmen ya tiene 40 y está muy bien”, sonríe. Para ella el sueño es seguir viajando, consolidar esta pequeña empresa y hacer una asociación de luchadores justa, que tengan seguro de salud y donde sean tratados como se merecen.
Ninguna de ellas vive estrictamente de la lucha libre. Saben que sería imposible. Un luchador famoso cobra 300 bolivianos (más de 40 dólares) por asistir a un festival y los más jóvenes todavía deben trabajar duro para aprender a dar el espectáculo que el público exige. Mientras tanto, Carmen Rosa está dispuesta a dar pelea, y Polonia a ayudarla.
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