En el mayor gimnasio municipal de El Alto, Bolivia, la luz del día se desvanece a través de los ventanales, y cientos de personas sentadas en las gradas comienzan a impacientarse. Llevan allí más de dos horas, abucheando y silbando, y alentando a la sucesión de artistas que se han enfrentado en el centro del gimnasio para competir en ingenio y realizar deslumbrantes proezas de fuerza y destreza. Pero se está haciendo tarde y por encima de la música disco que suena a todo volumen, puede oírse cómo aumenta el volumen del ruido que produce el golpe de los pies contra el piso así como los impacientes silbidos: “¡Que salgan!”.
Aumenta el volumen de la música y de los silbidos; hay la sensación de que está a punto de estallar una rebelión, pero finalmente las luces del local parpadean y se atenúan, y la música pasa del pulso del chunca-chunca a un tecno-huayno boliviano contemporáneo. Las cortinas que conducen hacia los vestuarios se abren: Yolanda la Amorosa y Claudina la Mala, las estrellas de esta noche, hacen su muy esperada aparición ante un clamoroso aplauso.
Como muchas mujeres de ascendencia aymara, Yolanda y Claudina van vestidas a todo lujo: lustrosas polleras sobre varias enaguas, bombines y chales bordados sujetados con filigrana. Sus trajes refulgen bajo los reflectores al tiempo que se pasean majestuosamente frente a las gradas, saludando a su público con refinadas sonrisas de princesas, girando y saludando con gracia hasta que la música se detiene. Esa es la señal para que las dos mujeres se lancen diestramente sobre el cuadrilátero que ha sido el centro de la actividad de esta tarde. Se quitan el sombrero rápidamente, se desprenden de sus chales y… ¡Zas! Claudina le zampa una a Yolanda, Yolanda abofetea a Claudina, esta intenta escapar, pero Yolanda la toma de las trenzas y la hace girar; Claudina gira en el aire, vuelan sus enaguas y sus trenzas, cae de espaldas sobre la lona, boqueando como un pez. El público enloquece.
Sean bienvenidos al delirante mundo de la lucha libre boliviana. En la fría, desarbolada y dura ciudad de El Alto, situada a 3,900 metros sobre el nivel del mar, habita un millón de personas. La mayoría se refugió ahí durante las últimas tres décadas para escapar de la miseria generalizada del campo. Los más afortunados cuentan con empleo fijo en el hundido valle de La Paz, ciudad capital que se domina desde El Alto. Pero la mayoría de los alteños se dedica a la venta de ropa, cebollas, DVD piratas, muñecas Barbie, autopartes, pequeños mamíferos disecados para rituales mágicos. Los más pobres se emplean como bestias de carga. Todos ellos batallan con el tránsito imposible, una constante escasez de combustible y de agua, la pesada fatiga del trabajo enbrutecedor, una vida llena de obstáculos. Cuando terminan de trabajar, les hace falta divertirse, y cuando quieren divertirse, nadie sabe qué se les ocurrirá. Recientemente, inventaron el extraordinario espectáculo de las cholitas luchadoras, que ha dado nueva vida a la versión boliviana de la lucha libre mexicana, un espectáculo de formato libre, mezcla de melodrama, combate de lucha y alboroto.
Aumenta el volumen de la música y de los silbidos; hay la sensación de que está a punto de estallar una rebelión, pero finalmente las luces del local parpadean y se atenúan, y la música pasa del pulso del chunca-chunca a un tecno-huayno boliviano contemporáneo. Las cortinas que conducen hacia los vestuarios se abren: Yolanda la Amorosa y Claudina la Mala, las estrellas de esta noche, hacen su muy esperada aparición ante un clamoroso aplauso.
Como muchas mujeres de ascendencia aymara, Yolanda y Claudina van vestidas a todo lujo: lustrosas polleras sobre varias enaguas, bombines y chales bordados sujetados con filigrana. Sus trajes refulgen bajo los reflectores al tiempo que se pasean majestuosamente frente a las gradas, saludando a su público con refinadas sonrisas de princesas, girando y saludando con gracia hasta que la música se detiene. Esa es la señal para que las dos mujeres se lancen diestramente sobre el cuadrilátero que ha sido el centro de la actividad de esta tarde. Se quitan el sombrero rápidamente, se desprenden de sus chales y… ¡Zas! Claudina le zampa una a Yolanda, Yolanda abofetea a Claudina, esta intenta escapar, pero Yolanda la toma de las trenzas y la hace girar; Claudina gira en el aire, vuelan sus enaguas y sus trenzas, cae de espaldas sobre la lona, boqueando como un pez. El público enloquece.
Sean bienvenidos al delirante mundo de la lucha libre boliviana. En la fría, desarbolada y dura ciudad de El Alto, situada a 3,900 metros sobre el nivel del mar, habita un millón de personas. La mayoría se refugió ahí durante las últimas tres décadas para escapar de la miseria generalizada del campo. Los más afortunados cuentan con empleo fijo en el hundido valle de La Paz, ciudad capital que se domina desde El Alto. Pero la mayoría de los alteños se dedica a la venta de ropa, cebollas, DVD piratas, muñecas Barbie, autopartes, pequeños mamíferos disecados para rituales mágicos. Los más pobres se emplean como bestias de carga. Todos ellos batallan con el tránsito imposible, una constante escasez de combustible y de agua, la pesada fatiga del trabajo enbrutecedor, una vida llena de obstáculos. Cuando terminan de trabajar, les hace falta divertirse, y cuando quieren divertirse, nadie sabe qué se les ocurrirá. Recientemente, inventaron el extraordinario espectáculo de las cholitas luchadoras, que ha dado nueva vida a la versión boliviana de la lucha libre mexicana, un espectáculo de formato libre, mezcla de melodrama, combate de lucha y alboroto.
“¡Cuidado!”, grita el público entero.
Yolanda está celebrando una victoria, pero Claudina, como prueba de su malévola naturaleza, está a punto de lanzársele por detrás. Yolanda gira demasiado tarde; Claudina la tumba y se encarama sobre las cuerdas como una demente: “¡Soy la más bonita! –le grita al público– ¡Todos ustedes son feos! ¡Yo soy la mejor! ¡Los gringos me vienen a ver a mí!”.
En efecto, los extranjeros que copan tres hileras de asientos situados justo junto al cuadrilátero están mirando con los ojos desorbitados, pero en realidad ellos no importan. Las cholitas actúan para sus compatriotas bolivianos.
Claudina, quien oficialmente es una “ruda”, o mala, hace un buche con gaseosa y rocía al público con esta en el preciso instante en que Yolanda, una “técnica”, o buena, se abalanza sobre ella y la arrastra hacia las gradas, lo cual obliga a los espectadores a dispersarse gritando, a la vez alarmados y extasiados. ¡Gana Yolanda! ¡No, gana Claudina! ¡No, Yolanda! ¡Pero esperen! El público grita porque una nueva amenaza ha hecho su entrada silenciosa: Abismo Negro –o quizá se trate de Muerte Satánica o el Esqueleto Blanco; resulta difícil mantenerse al tanto– ha saltado al combate y le aplica a Yolanda una feroz llave en la pierna. La situaciónparece desesperada, pero no, ¡de la nada aparece el Último Dragón, y carga una silla! ¡Con ella golpea en la cabeza a Abismo Negro, o quizá al Esqueleto, o tal vez a Yolanda! Hasta Claudina parece haber perdido la noción de quién es quién: se abalanza contra su propio aliado, el repugnante Picudo. “¡Ha quedado destruido para siempre!”, vocifera frenético el maestro de ceremonias.
O casi para siempre: En la lucha libre, ninguna derrota es definitiva.
“Lo que quiero que quede bien claro –dice Juan Mamani, quien combate como rudo bajo el sobrenombre de “El Gitano” y es el encargado del espectáculo– es que la idea de las cholitas se me ocurrió a mí.” Mamani es un hombre alto y anguloso a quien, siendo generosos, llamaríamos poco amigable. Da por terminadas las conversaciones telefónicas cortándolas, no se presenta a las citas que se ve obligado a concertar e intenta cobrar por las entrevistas. Sus cholitas le tienen pánico. “¡No le diga que usted me llamó; no le diga que tiene mi teléfono!”, me suplicó una de ellas.
Lo perseguí hasta un lugar cercano al gimnasio de El Alto y, después de un comienzo poco alentador (intentó repetidas veces esquivarme), dije las palabras mágicas “México” y “Blue Demon.” De pronto, el rostro de Juan Mamani, el ogro, se volvió todo sonrisas. “Mi mayor pasión es la lucha –dijo–. Y para nosotros, México es el ejemplo a seguir. Blue Demon es, para mí, lo más grandioso.”
Las luchadoras de Mamani trabajan durante el día, y él se gana la vida con un pequeño taller de reparaciones eléctricas. Pero ha invertido buena parte de las ganancias de su vida en un enorme cuadrilátero de lucha en su casa, donde su grupo entrena. Les paga a las luchadoras entre 20 y 30 dólares por combate y tal vez él mismo no gane cantidades mucho mayores. “Acá en Bolivia es imposible ganarse la vida con esta gran pasión mía”, afirma Mamani.
Su sueño era crear una escuela boliviana de héroes de la lucha libre que igualaran las proezas de las grandes leyendas de la lucha libre mexicana; los arriesgados saltos mortales y marometas, los singulares trajes y el porte real. ¿Había visto yo luchar a Blue Demon? ¿En verdad? Cuando me fui, me dio la mano.
Hace unos siete años, cuando lo inquietaba la escasez del público que asistía al espectáculo semanal de la lucha libre en el gimnasio de El Alto, a Mamani se le ocurrió la inspirada idea de enseñar a las mujeres a luchar y subirlas al cuadrilátero con atuendos de cholitas. Marta la Alteña, una luchadora extrovertida que no tiene una musculatura notable, pero es muy fuerte, estaba entre las más o menos 60 jóvenes que respondieron a la invitación de Mamani para participar en una audición abierta. Al igual que las ocho que terminaron por quedarse, tiene antecedentes en la lucha. “Mi padre fue una de las primeras Momias”, dice orgullosa al referirse a una de las criaturas más queridas o aterradoras de la lucha boliviana.
Yolanda la Amorosa también aprendió de su padre luchador porque aún cuando sus padres se separaron en términos poco amistosos cuando ella era bebé, solía entrar a hurtadillas en El Coliseo del centro de La Paz (desaparecido desde hace mucho) para verlo pelear. “Pero muchas veces los hombres no creen en las mujeres –me dijo–. Una vez le oí decir a mi padre que desearía haber tenido un hijo en mi lugar, para que siguiera sus pasos como luchador”. Cuando se enteró de la audición de Mamani, Yolanda, que todavía se llamaba Veraluz Cortés, se apresuró a presentarse, lo cual tuvo como consecuencia una desavenencia temporal con su padre. Aún no queda claro si su estrellato en la lucha contribuyó al rompimiento de su matrimonio.
Fuera del cuadrilátero, Marta la Alteña suele ir vestida al estilo llamado de “señorita” (pantalones de mezclilla y suéter) y parte del glamour de su traje de cholita lo brindan sus lentes de contacto color azul turquesa. Yolanda, por su parte, que es tan delgada como intensa, lleva bombín, polleras y chal hasta cuando teje suéteres en su trabajo diurno, y se considera una cholita auténtica.“A veces mis hijas me preguntan por qué insisto en hacer esto –declara–. Es peligroso; nos lesionamos mucho y mis hijas se quejan de que la lucha no aporta dinero al hogar. Pero yo debo mejorar cada día. No por mí misma, por Veraluz, sino por el triunfo de Yolanda, una artista que se debe a su público”.
Esperanza Cancina, de 48 años y quien vende ropa usada para subsistir, ha instalado a su numerosa prole y a su voluminosa persona en una esquina a salvo de las palomitas de maíz y los huesos de pollo, y botellas de plástico vacías que el público gusta de lanzar a los rudos. Los asientos situados junto al cuadrilátero cuestan alrededor de 1.50 dólares cada uno, nada barato, pero la señora Cancina asiste fielmente al espectáculo cada dos domingos. “Pasamos el rato –explica–. Las cholitas luchan acá y nosotros reímos y olvidamos nuestras penas durante tres o cuatro horas. En casa, estamos tristes”.
A nuestro alrededor, los integrantes más jóvenes del público, incluyendo a sus nietos, corren por las orillas del cuadrilátero en un delirio de adrenalina. La música retumba y es difícil sostener una conversación, pero la señora Cancina es afable y comedida. Tuvo 12 hijos, dice, pero después de una pausa señala que seis murieron. ¿Cómo? Su rostro adquiere una dolorosa expresión de vacuidad. “Escarlatina, diarrea, esas cosas…”, murmura, y debe repetir su respuesta por encima del ruido. ¿Le habría gustado ser luchadora también? “Claro que sí –dice–. Nuestros maridos se burlan de nosotras, pero si fuéramos luchadoras podríamos expresar nuestra furia”.
En la parte larga de las gradas, la mejor zona para lanzar huesos de pollo, Rubén Copa, un zapatero de La Paz de sonrisa fácil y amable, espera impaciente el último combate de la tarde: La Momia Ramsés II luchará con más cholitas cuyo nombre no se anuncia aún. Quiero saber si es cierto que los hombres asisten a la lucha libre sólo para verles los calzones (muy recatados) a las cholitas. Por un momento parece ofendido, pero luego vuelve a sonreír. “¡No es cierto! –responde– ¡Yo vengo a verlas luchar! Ya verá con sus propios ojos lo buenas que son”.
Y en efecto, pocos minutos después la invencible Momia Ramsés II aparece ataviada con un overol manchado de rojo y una peluca enmarañada, arrastrando a una cholita mientras la otra busca algo con qué prenderle fuego, los niños lanzan gritos de delicioso terror y la señora Cancina impreca de viva voz a la Momia –con palabras que no pueden imprimirse en esta revista–, con una sonrisa de oreja a oreja. La Momia estruja a su víctima contra la pared, y parece que las cholitas lo tienen difícil, como nos advierte el maestro de ceremonias, en este definitivo y final combate. Las cosas parecen muy, pero muy difíciles. Sin embargo, algo me dice que una cholita nunca se rinde.
¡Y aquí llega Marta volando por los aires!
Escrito por Alma Guillermoprieto
Extraído de Crónicas Periodísticas
Contactos: cholitaswrestling@gmail.com